TÍTULO : ATENTADO CONTRA EL GENERAL PRIM
DESCRIPCIÓN IMAGEN : Madrid, 27 de Diciembre de 1870 a las 19:30 en la calle del turco.
El General Prim, estaba dentro de la Berlina junto con sus acompañantes (el Coronel Moya sentado en la delantera y su ayudante personal Nandín sentado al lado de Prim en el asiento trasero), la Berlina seguía su ruta habitual hasta que el cochero observó que había dos carruajes de caballos atravesados en el camino. Tuvo que detener la berlina en medio de la densa nevada, que caía mansa y espesa, dificultando la visión (Joseba, no te hacía tan poético). Un segundo después el coronel Moya se asomó a la portezuela para tratar de arreglar la situación y contempló con alarma cómo tres individuos vestidos con blusas, sin duda alertados de la llegada de Prim, se dirigían hacia el coche armados con lo que le parecieron carabinas o retacos, aunque uno de ellos llevaba con seguridad una pistola. No tuvo tiempo nada más que para decir: “Bájese usted, mi general, que nos hacen fuego”.
Pero sus palabras quedaron interrumpidas por el ruido de las detonaciones, al menos tres por el lado izquierdo y otras dos por el derecho. Los cristales se rompieron y uno de los asesinos consiguió meter en el interior de la berlina el cañón del arma que llevaba; muy cerca de la cara del General. Su ayudante, Nandín, en un movimiento desesperado, trató de protegerlo interponiendo su brazo. Las balas le destrozaron la mano.
La agresión duró sólo unos segundos, apenas los mismos que el cochero tardó en reaccionar, golpeando con su látigo casi por igual a los agresores y a los caballos hasta romper el cerco y huir hacia la calle Alcalá, llevándose por delante los carruajes que impedían la salida de aquella ratonera.
Mientras se dirigían a toda prisa hacia el Ministerio de la Guerra, Moya preguntó al general si estaba herido, a lo que Prim contestó que se sentía tocado. Al llegar a palacio los dos heridos descendieron de la berlina, ayudados por Moya y el cochero. El general subió por su propio pie la escalerilla del ministerio, apoyándose en la barandilla con la mano afectada y dejando en el suelo un reguero de sangre. Al encontrarse con su esposa forzó un gesto tranquilizador para decirle que sus heridas no revestían gravedad.
Cuando llegaron los médicos apreciaron rápidamente los destrozos en los dedos de la mano derecha, de tal envergadura que fue preciso amputar de inmediato la primera falange del anular, quedando en peligro de amputación el índice. Aunque lo más preocupante era el “trabucazo” que el general presentaba en el hombro izquierdo. Le había sepultado al menos ocho balas en la carne. Los cuidados médicos se prolongaron hasta la madrugada. A las dos de la mañana se le habían extraído siete balas.
Nandín, el ayudante, fue trasladado a la casa de socorro más cercana, donde se le diagnosticó que perdería el movimiento de la mano, que le quedaría seca e inservible; pero quizá –le dijeron– no tendrían que amputársela. Entre tanto, las noticias difundidas mentían sobre la gravedad de las lesiones: se quería que fuesen tranquilizadoras, en un momento en que era preciso mantener la calma en el Estado.
Prim mantuvo su valor durante el largo sufrimiento, que habría de durar tres días. Estuvo siempre a la altura de las circunstancias, aunque contrariado, incluso en sus delirios, por el momento en que se producía el atentado, para él tan inoportuno, aunque por lo mismo buscado por sus asesinos.
Después de recibir los disparos en la calle del Turco, el general comprendió desde el primer momento que su vida estaba en grave riesgo. Así lo había manifestado a los que le rodeaban. Así, afirmó que, aunque le sobraba espíritu, le faltaba la resistencia material. Adivinó que su situación era desesperada, y su muerte inevitable. “El rey viene, y yo me voy”, se lamentó.
Murió a las 8,45 del 30 de diciembre, tras una larga agonía. El suceso provocó gran consternación entre las buenas gentes de todo el país. En Albacete, al paso del rey recién llegado, miles de gargantas proclamaron: “¡Viva el rey Amadeo, que es el hijo del general Prim!”. Apenas se conoció el óbito se sucedieron los pésames y honores. El cadáver fue embalsamado por el doctor Simons “por el sistema de inyección” para que fuera expuesto durante tres días en la madrileña Basílica de Atocha de Madrid.
Se le preparó un entierro suntuoso; el ataúd, que corrió por cuenta de los miembros de la “Tertulia progresista”, fue el de mayor lujo conocido hasta entonces, superando ampliamente el que se dispuso para el duque de Valencia. El primer carruaje que siguió al cortejo fúnebre fue el mismo en que recibió las heridas que le llevaron al sepulcro.
La viuda recibió un anónimo que podría ser de los asesinos. Decía así: “Nos hallamos muy satisfechos del éxito de nuestra obra, y la continuaremos sin descanso”. Entre tanto, la investigación se perdió por vericuetos impenetrables, entre instrumentos de un fanatismo insensato y mercenarios de intereses muy concretos. Los tentáculos de la conjura se revelaron agobiantes y los criminales no fueron hallados: ni los que ordenaron la muerte ni los que la ejecutaron.
Descubrimiento de la muerte de Prim
Murió a las 8,45 del 30 de diciembre, tras una larga agonía. El suceso provocó gran consternación entre las buenas gentes de todo el país. En Albacete, al paso del rey recién llegado, miles de gargantas proclamaron: “¡Viva el rey Amadeo, que es el hijo del general Prim!”. Apenas se conoció el óbito se sucedieron los pésames y honores. El cadáver fue embalsamado por el doctor Simons “por el sistema de inyección” para que fuera expuesto durante tres días en la madrileña Basílica de Atocha de Madrid.
Se le preparó un entierro suntuoso; el ataúd, que corrió por cuenta de los miembros de la “Tertulia progresista”, fue el de mayor lujo conocido hasta entonces, superando ampliamente el que se dispuso para el duque de Valencia. El primer carruaje que siguió al cortejo fúnebre fue el mismo en que recibió las heridas que le llevaron al sepulcro.
La viuda recibió un anónimo que podría ser de los asesinos. Decía así: “Nos hallamos muy satisfechos del éxito de nuestra obra, y la continuaremos sin descanso”. Entre tanto, la investigación se perdió por vericuetos impenetrables, entre instrumentos de un fanatismo insensato y mercenarios de intereses muy concretos. Los tentáculos de la conjura se revelaron agobiantes y los criminales no fueron hallados: ni los que ordenaron la muerte ni los que la ejecutaron.
Descubrimiento de la muerte de Prim

